Esta novela cuenta la vida de dos hermanos: Michel, científico de prestigio nacido en 1958, y Bruno, profesor nacido en 1956.
En cierta manera, Houellebecq fusiona en “Las partículas elementales” elementos tanto de “Ampliación del campo de batalla” como de “Plataforma”: Michel y Bruno son caras de la misma moneda, del existencialismo más puro y del nihilismo más radical. Michel, por ejemplo, desde que entra en la universidad entiende que la vida es sufrimiento y lo que tiene que pasar, pasará. En sí, bebe un poco del budismo y otras tradiciones, considerando el deseo, no el placer, como fuente de todo sufrimiento, odio e infelicidad. Para que la sociedad capitalista funcione, tiene que aumentar el deseo y mantener la satisfacción en el ámbito privado. Todos nos convertimos en seres anhelantes solitarios enloquecidos por la necesidad de satisfacer nuestros instintos en un mercado competitivo.
Houellebecq también nos habla de la familia de Michel y Bruno, como es el caso de Martin, abuelo materno de ambos. Nacido en Córcega en 1882, consiguió una beca para salir de allí. Tuvo una hija muy talentosa y adelantada sexualmente para la época, llamada Janine. Repasamos, en cierta forma, datos y realidades de la historia de Francia: la educación en su papel de generador de elites, los cambios en los hábitos de consumo tras la Segunda Guerra Mundial o la irrupción de la cirugía estética en los años cincuenta. Janine tuvo una pareja, cirujano estético, que fue el padre de Bruno. Más tarde tuvo otra, Marc Djerzinski, un profesional de la televisión y padre biológico de Michel.
Janine empezó a tener aventuras con otras personas. Se lio con un norteamericano que conocía a Ginsberg y a Aldous Huxley; le interesó, digamos, ese ambiente hippie y terminó mudándose a EEUU. Al final, tanto Michel como Bruno se criaron con sus abuelas.
Bruno se obsesiona con el sexo desde adolescente. Más tarde estudia letras, aprueba unas oposiciones y se hace profesor. Pertenece a esa clase media poco definida de la sociedad francesa. Cuando entra en su cuarentena, ya está disparado del todo. En la novela se relata su paso por un camping cuyos fundadores eran unos libertarios pero que, con el tiempo, empezó a albergar talleres para empresas e interés por cualquier cosa que oliera a new age. En este campamento Bruno llega a uno de sus momentos más cínicos y destructivos, totalmente odioso arremete contra todo lo que puede. Terminará siendo internado en un centro psiquiátrico.
Hay varias preguntas para el debate. ¿Es la liberación sexual un sueño comunitario o un paso más hacia el individualismo? ¿Son la pareja y la familia dos instituciones que separaban al individuo del mercado y cuya destrucción nos sumerge en una mayor inseguridad? ¿Es el neoliberalismo una secuencia lógica tras los movimientos contraculturales de los 60 y 70? La polémica está servida.
Al final del libro, Bruno y Michel hablan sobre la religión, la juventud y la muerte. El inexorable paso del tiempo hace que nada valga la pena, a pesar del intento -como en el caso de la madre de ambos- de mantenerse eternamente joven. La obsesión sesentayochista de exaltar la juventud al final se vuelve contra sus protagonistas. Envejecemos, la belleza física se disipa, los no jóvenes pierden su sitio y todo se va marchitando poco a poco. Bruno y Michel mantienen una relación amorosa con dos mujeres. Y el final nos deja, como siempre digo, un poco helados.
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