Hace muchos años, en un solo día que pasé en una biblioteca pública, me leí “El extranjero”, novela de Albert Camus publicada, por primera vez, en 1942. He vuelto a releerlo y no ha perdido, para mí, ni un ápice de fuerza.
El personaje que protagoniza este clásico de la literatura empieza su historia con el fallecimiento de su madre. Va a la residencia en la que se hospedaba, en un día de un tremendo calor, y vive el funeral como si fuera espectador de una película que le es indiferente: ajeno a lo que ve, sin ningún tipo de sentimiento.
Mearsault, nuestro protagonista, es un hombre sin ilusión ni esperanza, apático, atado a un trabajo que ni le gusta ni le disgusta. Será también testigo de una serie de acontecimientos trágicos que no generarán en él el más mínimo efecto. Se deja llevar por las circunstancias pasivamente, como si estuviera viajando en el autobús camino al trabajo. Tiene una novia, que debemos suponer que quiere aunque no nos queda claro. También comparte edificio con dos vecinos: un hombre con un perro al que golpea con frecuencia y que tiene una enfermedad en la piel, y otro tipo que maltrata a su pareja y termina teniendo problemas con un familiar de ella.
Narrado en primera persona y con un estilo seco e incisivo, “El extranjero” describe el absurdo de vivir en un mundo que no se siente como propio. Incluso cuando el protagonista va a juicio por cometer un crimen, ni se inmuta durante un proceso que nos recuerda al mejor Kafka. Parece que, más que por el delito cometido, se le está juzgando por su actitud. Mientras espera su sentencia, Mearsault se pregunta qué más da morir en ese momento o 20 años más tarde. Es un ser alienado. Para él, nada tiene sentido.
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