Casi todos lo genios están locos. Esta afirmación recorre el mundo, junto con la de que todos los poetas son alcohólicos y/o drogadictos. No paramos de ver excentricidades en grandes escritores y artistas, algunas de las cuales incluso nos parecen demasiado raras hasta para ellos, véase Dalí. Sin embargo, hay algo de verdad en estas afirmaciones, ya que a veces la gente con un exceso de genio tiende a sentirse vacía, inmersa en la realidad que le ha tocado vivir. Me pasa hasta a mí, que soy la antítesis de un genio.
Sobre locura y genialidad, entre otros aspectos de la vida, trata el genial relato de Chéjov (1860-1904) “El monje negro”, insertado en su libro “La señora del perrito y otros cuentos”. Un joven estudioso y virtuoso llamado Kovrin, arriba a un caserío fantástico donde un padre y su hermosa hija Tanya viven. Entre las obsesiones del padre está mantener el huerto siempre perfecto y, entre las del joven, progresar en sus estudios. Por falta de sueño y exceso de trabajo, el joven empieza a notarse raro, tan raro que se le aparece de vez en cuando un monje vestido de negro. Éste siempre le dedica palabras de ánimo, le exhorta a continuar su obra, lo llama el elegido de Dios. Cuando el joven, ya en relación con la hija del dueño del caserío, despierta una noche para hablar con el monje, no podía esperarle algo peor. Su mujer se da cuenta de su locura y lo obliga a tratarse médicamente. Todo el genio, toda la fuerza del joven desaparece. Comienza una enfermedad rara que le hace sangrar por la garganta. Menosprecia e insulta a todo el mundo; era más feliz con sus alucinaciones, así que se marcha de la casa. Al cabo de los años, ya en compañía de otra mujer, lee una carta de Tanya en la que le culpa de la muerte de su padre. En esto, empieza a sangrar de nuevo y cae al suelo. He decidido transcribir literalmente el final del libro, porque es de una belleza increíble:
“Llamaba a Tanya, llamaba al enorme jardín de espléndidas flores salpicadas de rocío, llamaba al parque, a los pinos de raíces peludas, al campo de centeno, llamaba a su ciencia prodigiosa, a su juventud, a su intrepidez, llamaba a la vida que era tan bella. Vio en el suelo, ante su misma cara, un gran charco de sangre y, de pura debilidad, no pudo articular una sola palabra. Pero un júbilo infinito invadió todo su ser. Bajo el balcón tocaban una serenata, y el monje negro le susurró que era un genio y que moría sólo porque su mísero cuerpo mortal había perdido el equilibrio y ya no podía servir de sustentáculo al genio.
Cuando Varvara Nicolayevna despertó y salió de detrás del biombo, Kovrin había muerto. Pero en su rostro había quedado petrificada una sonrisa de suprema felicidad.”
Sobran las palabras.
uno de mis escritores favoritos, algunos a veces nos pasa eso de estar sangrando , pero no por la garganta , sino por el corazon, cuando alguien no sabe apreciar, el amor sin medidas que le has dado. la vida en realidad es exactamente como las grandes novelas,a veces con final feliz y otras muy triste.
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