El jueves 12 de julio, tras un viaje en tren desde Viena de poco menos de cinco horas, llegamos a Praga. Eran alrededor de las 14:30 horas y nuestro conductor esperaba a la salida de la estación para trasladarnos al hotel. Hacía calor, pero el cielo estaba nublado y avisaba de que en cualquier momento podía caer un tormentazo. Pudimos comer prácticamente a las 16 horas en un restaurante mitad pizzería mitad especialidades de comida checa. Los camareros, de gran simpatía, chapurreaban español y varios idiomas más, según los turistas que iban llegando sin descanso a la terraza del bar. Tras la comida empezamos a andar, a sumergirnos en una ciudad medieval que otrora fue capital del estado checoslovaco, símbolo de los países socialistas que pretendían desligarse de la tutela de la URSS y que sufrieron el peso de su ejército. Desde la Primavera de Praga a finales de los 60 hasta la Revolución de terciopelo en el 89, la historia del comunismo en Praga se ve difuminada, no aparecen
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